Después de Watterson no se debería decir nada más, peeeeero....

viernes, 12 de marzo de 2010

La obra maestra desaparecida

Recuerdo que, durante la devolución de obra de una exposición de jóvenes artistas españoles en Palma de Mallorca, una de las obras se perdió. La obra, en cuestión, además de ser la única que se encontraba inventariada en fondos institucionales, tenía la particularidad de tratarse de un objeto-poema cuya apariencia absolutamente común –un mocho de fregona con sentencias escritas en cada una de sus tiras– daba más de un quebradero de cabeza tanto a la empresa encargada de su traslado (y en este caso, de su búsqueda), como a servidor, que tenía que lidiar a cada rato con las explicaciones acerca de qué convertía un mocho de fregona en un objeto de tantísima importancia.

El mocho de la discordia, del grupo ALGO


“¿Y no es posible que hagan otro los artistas?” era la pregunta más corriente. Una pregunta tan simple como lo suelen ser todas las grandes preguntas; incómoda, porque nos obliga a plantearnos hasta sus más profundas consecuencias las condiciones que dan a un objeto el status de obra de arte. ¡Claro que era posible hacer otra!; los propios artistas estaban encantados con que el hecho de una pérdida, o un robo, o vaya usted a saber lo que podría haber sucedido, le diese a la pieza un capítulo “maldito” en su propia historia. Pero de reponer la obra, la pieza no sería la misma –morritos torcidos por parte de la institución–; la obra tiene que aparecer porque, de ser una sustituta la que se devolviese, ya no sería “la obra maestra” que salió para no volver.

Qué extraños conflictos crea la cuestión de los objetos artísticos: de una parte, la institución clamando por la “autenticidad” de una pieza única que se supone que es lo que una obra de arte tiene que ser (aunque grandes "obras maestras" sean reproducciones mecánicas, como las serigrafías de Warhol, o copias idénticas hechas por molde como las Puertas del Infierno de Rodin). De otra parte, los artistas dispuestos a repetir proceso, irónicamente conscientes de un cierto caché –si alguien la ha robado, mejor, es que alguien ha reconocido su valor. De otro, la empresa de transportes, acuciada por un comisario neurótico que busca desesperado un mocho de fregona, y reza para que no haya dado con él algún empleado encargado de la limpieza que haya sabido reconocer su “auténtico” valor. Y todo el mundo pensando cuánto menos complicado habría sido todo si la pieza en cuestión hubiese formado parte de una colección particular en lugar de una pública– y si la colección es de los propios artistas, mejor que mejor. Porque parece que la colección privada, precisamente por serlo, tiene mucho menos valor (qué paradoja, con el prestigio que tienen los "grandes coleccionistas") que las colecciones de los museos que, por ser de ellos, es de “todos nosotros”.


El tamaño importa...


Saltaba a los medios en enero de 2006, porque no había quien pudiera esconderlo por más tiempo; el diario ABC fue el primero en hacerse eco de una noticia que un comunicado oficial del Museo Reina Sofía confirmaba: la obra Equal-Parallel/Guernica-Bengasi de Richard Serra, había desaparecido de los fondos del museo.

La por entonces directora del centro, Ana Martínez de Aguilar, daba cuenta del proceso por el que la obra de Serra –nada más y nada menos que 38 toneladas de acero– había sido dada por perdida. La cuestión, tal y como fue poniendo al descubierto la comisión de investigación encargada de esclarecer la desaparición, había comenzado cuando la directora decidió, en octubre del año anterior, que la obra ocupase un lugar dentro de la muestra permanente del museo.

¿Pequeña, eh?

Pero ¿cómo puede perderse una obra de semejante magnitud y no sólo conceptual?. La empresa encargada de la custodia de la obra, Macarrón S.A., alegaba “dificultades para su retorno” al Museo... obvias dificultades, claro, porque las cuatro placas de acero que conforman la obra de Serra se encontraban en paradero desconocido - cuantos cañones del XVI habrá hechos con antiguas esculturas de bronce, por cierto.

“Todo estaba perfectamente localizado mientras yo fui la directora del museo”, afirmaba María Corral, antecesora de Aguilar. Hacía falta que hablaran los testigos; la Historia con mayúsculas de la obra tenía que ser escrita. Había que regresar a los archivos para perseguirla, sacar la lupa de Holmes, y no para saber exactamente en qué momento la obra se había “traspapelado”, sino para ofrecer la certeza de que alguna vez estuvo ahí. Y es que no debe ser fácil que casi cuarenta toneladas de obra se “traspapelen” así como así.

Y la Historia fue escrita, narrando el periplo desde la exposición en que se mostró por primera vez en 1986 hasta su compra al año siguiente y su puesta en custodia en la empresa Fluiters (porque los almacenes de los museos a veces no dan para tanto), pasando por su reexposición durante el primer año de los noventa y su nuevo regreso a los almacenes, esta vez, de los citados Macarrón S.A, donde se le pierde la pista.

Con la polémica servida, y hasta el autor de la pieza preguntándose cómo era posible que se perdiera una obra de semejante envergadura, pronto se encontró una solución al problema que aventuraba tanto la ineficacia de las pesquisas como la casi seguridad de que la obra no iba a aparecer: Serra repetiría la pieza –sin coste adicional, salvo la producción y el traslado de la misma– sin recibir honorario por ello (y perdónenme si me malicio que algo en esto tendría que ver su posterior condecoración con la Orden de las Artes y las Letras de España). Así que la “obra maestra” iba a ser sustituida por una copia –condecorada también como original por la institución–. En definitiva, que aquí como si no hubiese pasado nada, porque no ha habido víctimas –económicas, se supone, claro– y la obra a exponerse junto al Guernica, que para eso la obra misma hace referencia al lugar del bombardeo, y ya tenía casi una historia tan “nuestra” a sus espaldas, como la del malagueño.

Esta vez, por la cuenta que nos traía, no había morritos torcidos. El propio artista explicaba así la resolución final de “copiarse a si mismo”: "Cuando la gente preguntó sobre la obra y dije que la haría de nuevo suponían que era un objeto encontrado, de acuerdo con la tradición de Duchamp. Pero mis piezas no son objetos encontrados. Se adaptan a unas dimensiones y un peso determinado, se establece una escala para la obra. Se laminan según lo que yo estipulo. No puedes ir a una acería y comprar la pieza sin más. Son obras hechas específicamente para lugares concretos".

Y aquí vuelven los problemas, pues, si no se trata de una obra como el urinario de Duchamp, un ready-made a partir de un objeto encontrado, ni tan siquiera de un molde como los de Rodin del que puedan salir infinitas “obras maestras” ¿qué convertía a la obra en original y no en copia? ¿qué habría sucedido de haber aparecido “la obra maestra perdida”? ¿cuál de las dos “obras maestras” habría tenido que ser destruida? ¿cómo definir cuál de las dos era más “auténtica”? O, lo que parece más acertado preguntarse: ¿quien definía sino la originalidad, autenticidad y el citado status de obra maestra sino la propia institución? ¿son, a fin de cuentas, obras maestras aquellas que se han conservado en los museos a lo largo de los siglos por la necesidad de su preservación y exposición pública, o porque están en los museos son consideradas como tal? ¿y aquellas que pueblan los almacenes?


... el lugar también


Y es que en nuestro marco cultural, tal y como hace algunos años hizo constatar James Clifford con sus Dilemas de la Cultura, no todos los objetos son percibidos bajo el mismo “aura”, por citar a Benjamin, que les convierte en obra de arte. No es sólo una cuestión económica –que también– sino los clásicos conceptos que afectan a objetos de otras culturas, hechos por grandes genios o por artistas noveles. Cuestiones todas relacionadas de algún modo con las nociones de “centro” y “periferia” tan en boga hoy en día (y por tanto, con la necesaria revisión de quién es el centro y por qué, y quién y por qué la periferia – también artística).

Un claro ejemplo de estos comportamientos es el popular episodio del robo de la Gioconda del museo del Louvre el 22 de agosto de 1911. Una noticia escandalosa donde las haya, y que puso a toda Francia en pie, y muy especialmente al propio museo. Lo particular del asunto es que, sólo cuando la Gioconda fue sustraída (es decir, cuando desapareció lo más visible del museo), y se realizó un inventario del mismo, se percataron de la desaparición de otras muchas obras de arte, como las populares estatuillas africanas que se supone poblaron los talleres de los artistas de vanguardia. Esas obras, periféricas donde las haya, colonialistas e, incluso, “menores” por no poseer el “aura” que, desde luego, una obra como la de Leonardo tenía, no habían llamado la atención de nadie; no había un vacío que lamentar, nadie se había dado cuenta de su ausencia. La cuestión del robo acabaría con Apollinaire acusado como posible autor del robo (porque todo el mundo conocía su famosa coletilla dirigida a la vizcondesa de Noailles, Marie Laurencin: “Voy al Louvre, señora, ¿quiere usted que le traiga algo?”) e incluso con Picasso sometido a interrogatorio.

Con esta cara de bueno, ¿quien no se iba a fiar de servidor?


"Spain is different", again


Pero no voy a andarme por las ramas. La desaparición, –también en enero de 2006, también por un pertinente inventario– del cuadro Los Mojosos, de Costus, es el que me ha traído hasta estas páginas. Una desaparición que vuelve a poner en tela de juicio la capacidad de actuación de ciertas comisiones de investigación, así como en evidencia la poca “vergüenza torera” de algunos de los encargados de la administración pública – “la de todos”, esa a la que pertenecía la obra.


Sin duda, sería pertinente realizar un repaso a algunas de las cuestiones más relevantes que han sucedido en torno a esta desaparición, mezcla de desidia y desinterés por parte de las autoridades competentes, ausencias elocuentes de denuncias administrativas y, sobre todo, ausencia de una información fluida –con una información a secas habría bastado– que se ha resumido en unas cuantas columnas de opinión por parte de Javier Osuna, promotor de esta actuación colectiva, y por alguna escasa reseña acerca de cómo se iba no-desarrollando el proceso de investigación. No obstante, estoy seguro que hay –porque lo hay– quien está mucho más autorizado que yo para poder dar cuenta de los hechos. Lo que particularmente me llama la atención –de ahí el largo preámbulo– es cómo la desaparición de una obra como Los Mojosos de Costus ha desencadenado una serie de cuestiones que me parecen, ahora si, “tan nuestras” que llegan a sonrojar.

"Los Mojosos", de Costus; la obra maestra desaparecida

Esta claro que nada tienen que ver los casos de Richard Serra, La Gioconda y mucho menos el famoso mocho que vengo citando con la obra desaparecida de Costus, salvo el hecho de su desaparición. Sin embargo, resultan bastante esclarecedoras al respecto de nuestro comportamiento ante los objetos artísticos y las “obras maestras desaparecidas”, que tal vez es lo que aquí más me interese, porque sin duda lo creo muy necesario para podernos explicar el generalizado desinterés por casos como el que nos ocupa – e incluso aventurar una posible solución, que ya es aventurar.

Porque, si la obra institucionalizada es la obra “de todos”, ¿por qué no se ocupa alguien de buscarla? El problema, la cuestión, como siempre, es el traspaso entre distintas esferas: la esfera “local”, que es la que ocupan los museo regionales, esos que parecen contener sólo obras que forman parte de “comunidades” mucho más restringidas y que no importan tanto como las que se encuentran en los grandes centros. Obras “pequeñas” aunque sean de grandes maestros; “menores”, incluso, según las percibe y encasilla nuestro actual sistema del arte (“menores”, como siempre, para quién, sería una vez más la pregunta necesaria). Pues hay obras que por "tradición" o por “cultura” son tanto o más significativas para ciertas comunidades que las obras “de todos”, como El Guernica, por poner el más manido de los ejemplos, que por ser la obra “española” por antonomasia, hecha por el “gran maestro español” del siglo XX, nos guste o no nos guste es patrimonio –lo que viene a ser herencia en propiedad– de todos nosotros.

¿Pero es menos patrimonio “de todos” la “obra menor” del “artista menor” que se encuentra en un “museo menor” dentro del sistema –en todos los sentidos, centralista– que gobierna –también– el mundo del arte? Mucho me temo que lo que ocurra más allá de los “grandes centros”, en las periferias, a pocos sigue importándoles. ¿Qué más dará –pensarán muchos– que se pierda esa obra que sólo tiene valor para un reducido grupo –que, de hecho, sólo el reducido grupo conoce en muchos casos– si mantenemos bien a salvo las obras “de todos”? ¿Qué más dará que una obra –seguirán pensando– pase de esferas restringidas –las locales– a otras aún más restringidas –la privada–, aventurando que ese haya sido el final de Los Mojosos de Costus?

Ya decía que la cosa tiene miga. Un hecho aparentemente “anecdótico” como la flagrante desaparición de una obra, de la que quizá el noventa por ciento de la población española no tenía noticia de su existencia –y eso contando con que interesara el arte al noventa por ciento de la población, que ya es mucho suponer– desata una serie de interrogantes que de puro obvios en su caída provocan vértigo. Porque, ya que nos ponemos estupendos, ¿por qué valorar más esas “grandes obras”, que es lo mismo que decir los “grandes maestros” y las “grandes originalidades”, en una época en la que ya pocos creen en la “autenticidad”, la "originalidad" y otros "mitos modernos", parafraseando a Rosalind Krauss? Me parece que otra vez el problema está en los centros y las periferias, las excepciones negativas y positivas, los grandes maestros, las grandes obras, los grandes centros que han creado el relato de ficción canónico sobre la historia del arte, y es que, son muchas las historiadoras que lo han hecho notar desde hace décadas a raíz de cuestiones enraizadas en el feminismo de los sesenta: “grandes maestros” y “grandes obras” hay muy pocos como para formar mediante ellos un relato, cuanto menos, coherente, del arte occidental.

Así que, desde luego, espero que Los Mojosos aparezcan aunque haya que remover Roma con Santiago. Y que por una vez se haga justicia también con las “periferias” y las “obras menores”, como sucedería de ser éstas otras mucho más localizadas en el “centro” de los mapas.

"Guante Blanco", de Lo Herrera

Aun así, y por si acaso Los Mojosos no acabaran de aparecer, cuanto menos me parecería buena idea que el Archivo Municipal de Cádiz acogiese en su colección de fondos todas las obras que hoy se presentan homenajeando a la obra desaparecida. Después de todo, ¿quien se va a sorprender, visto lo visto, de que ante la pérdida de la obra original esta sea sustituida? Claro que la obra, por desgracia, ya no podría ser realizada por los pinceles de Costus, tristemente desaparecidos hace más de veinte años. Pero ¿puede decir alguien que estas obras de artistas gaditanos son “copias”, “falsificaciones”, “obras menores”? Lástima que aún tratándose de obras originalísimas, auténticas y únicas, su lugar en el Archivo –si alguna no termina también en otro lugar menos debido– sería el que se encuentra sobre un hueco... sobre muchos huecos, de hecho. Y no sólo en la pared.

martes, 9 de febrero de 2010

Ay, Maruxa...



No, no os creais que estoy hablando de la Maruxa operística de Amadeo Vives. Obviamente, por si alguien hasta ahora no se había enterado, lo hago de otra ilustrísima gallega que, al fín, tiene su primera conmemorativa.


Parece mentira que hayan tenido que pasar 15 años desde la muerte de Maruja Mallo para que su obra se haya reunído por primera vez para mostrarse al gran público. Pero parece aún más increíble que, durante su larguísima existencia -también artística-, esta verdadera vanguardista no contara con esa muestra que catapultara su talento al lugar en el que se tendría que haber encontrado desde hace mucho tiempo.



La historia de Mallo, no obstante, y pese a la vitalidad y alegría que siempre demostró según me cuentan los que la conocieron, parece triste. Desheredada del 27 como otras tantas mujeres modernísimas que vieron como sólo sus colegas de género masculino pasaban a los manuales de arte y literatura; desclasada del surrealismo por la eterna misoginia de Bretón, un facha que se erigió como dictador del movimiento seleccionando quién y por qué y por qué no debía formar parte del grupo; es decir, era surrealista, y pasaba desde ese momento a forma parte de la "entreprise divine" del arte de los treinta y cuarenta.

Desheredadas del surrealismo hubo muchas, muy a nuestro pesar. Porque el trabajo de artistas como Maruja Mallo, Ángeles Santos o Remedios Varo, habría ayudado a contar una historia muy distinta del arte, quizá algo menos "surrealista", y valga la paradoja. Todas ellas, desde su posición en absoluto privilegiada, se comprometieron con su arte, con su tiempo y, sobre todo, con la modernidad, aunque la Historia que nos cuentan los libros se empeñe más en sus relaciones con personajes como Neruda o Rafael Alberti.


Exiliada durante la Dictadura en Buenos Aires, su obra, hasta bien entrada la séptima década de su vida, no dejó jamás de variar desde el "tipismo moderno" de sus cuadros de los diez, y los regionalismos de los 20 al surrealismo del que es inmejorable ejemplo, pasando por sus magníficos cuadros geométricos y hasta sus popizantes -avant-la-létre- retratos femeninos.


Sorprenden sus obras, sorprende su modernidad y sorprende, sobre todo, el trabajo de esta gallega visto a través de los múltiples dibujos preparatorios de sus obras.

Y sorprende, sobre todo, su propio personaje: Maruja Mallo, nacida como Ana María Gómez González en otro exilio- el de sí misma- que le llevó a crear ese verdadero "character" bautizado por Dalí como "mitad ángel, mitad marisco" (y es que él, como Bretón, también admiraba a las mujeres a su manera, a medio camino entre la eterna "virgen niña" y la mortal "vagina dentata"). Recuerdan en su única biografía hasta la fecha - qué increíble-, cómo a su llegada al Madrid de finales de los setenta, que la acogió a la luz de los nuevos tiempos como paradigma a imitar (hace poco hablaba aquí de otro rescate artístico ejemplar, el de Carlos Berlanga, para quien la Mallo fue uno de sus ídolos patrios), pronunció la misma conferencia que décadas atrás, daba cuenta de su expulsión del grupo surrealista. Performática siempre, como prueban bien todas esas fotografías-performances que anticipan en mucho el trabajo de la Sherman, cambió el discurso en su relectura para acabar afirmando, casi daliniana, algo parecido a que, a fin de cuéntas, qué importa lo que digan los libros: el surrealismo soy yo.


Por supuesto, nadie debería perderse su exposición en la Academia de Bellas Artes de San Fernando (¿no deberían ser los museos nacionales quien cogieran el guante de este tipo de iniciativas?), comisariada por Juan Pérez de Ayala con la colaboración de Fernando Huici, donde podrán ver, además, la obra hasta ahora inédita - ¡y cuántas más habrá!- "Antro de fósiles", de 1932, rescatada por el galerista Guillermo de Osma

Para saber más de la Mallo, además del impresionante catálogo editado en tres volúmenes (uno de ellos, incluyendo dos DVD´s imprescindibles sobre la artista), se recomienda - para quien pueda encontrarla- la biografía "Maruja Mallo: La Gran Transgresora del 27" de Jose Luis Ferri y la que le dedicó mi siempre admirada mentora, Estrella de Diego, publicada en 2008 por la Fundación Mapfre.
No está de mas echarle un vistazo al catálogo de la exposición "Fuera de Orden; Mujeres de la vanguardia española", también de la Mapfre y también de De Diego junto a Fernando Huici, y, desde luego, huir de la última aportación de la Fundación al tema con "Amazonas del Arte Nuevo" de Pablo Jimenez Burillo y Josep Casamartina, quienes heredan el vicio de la inefable Victoría Combalía de utilizar el paternalista y machista adjetivo de "Amazona" cuando de hablar de mujeres artistas se trata.

Para ver a la Mallo en directo (todo dicción, locuacidad y personaje), pincha aqui


viernes, 18 de diciembre de 2009

Seducciones

Con la excusa batailleana - porque los seductores siempre suelen ser maestros de las excusas- la exposición "Lágrimas de Eros" de la Thyssen-Bornemisza juega a uno de los juegos más antiguos de la humanidad: la seducción.



Y lo hace, obviamente, de la manera más zafia, que es también como suelen actuar las seducciones; con promesas de vampiro (no es de extrañar que el cartel warholiano del beso de Bela Lugosi sea uno de los elegidos como imagen de la exposición). "Venga", dice la exposición, "admire el erotismo y el deseo en la Historia". Y, también como con el "hombre estético" de Kierkegaard, la promesa nunca acaba de cumplirse - por eso engancha. Hablar de Eros, y del deseo, a través de las obras seleccionadas para la muestra parece un órdago a la grande, pero, cuando sale uno de la exposición - palmaditas en la frente, otra vez me ha vuelto a pasar- descubrimos, muy a nuestro pesar, que se trataba de otro farol.


Y es que pasa en las exposiciones como en el cine: la diferencia entre el "erotismo" (en el que se ve teta, pero nada más) y el "porno" (abundancia de cuerpos y primerísimos planos que acaban por desdibujar hasta lo que se cree estar viendo), es siempre una cuestión de distancia - porno es lo que como porno se establece en el territorio de "lo privado".

Las lágrimas de Eros, desde luego, o alcanzan ni la categoría de "erotismo", por más que su título haya querido darle esa vis y se vean más tetas en la exposición que en el Canal 7 a partir de la medianoche (por lo menos, pasaba así antes de que se impusieran los concursos trucados presentados por borrachas). El vértigo prometido en la presentación de la muestra, como "el dualismo entre Eros y Tánatos en la petit morte del orgasmo", se va convirtiendo según avanzamos en el itinerario en algo más parecido a un Calvario. No, no me tomen a mal, que las obras son bonitas, aunque algunas digan poco dentro de la muestra. Lo que pasa es que el camino mitológico pronto parece convertirse beatíficamente en uno cristológico, "desde la inocencia a la tentación, de la tentación a los suplicios de la pasión, hasta la expiación y la muerte", según el catálogo de la exposición. Lo dicho: el vía crucis de la redención.


Qué distinta esta muestra de la que hace un par de años organizó la Barbican de Londres bajo el título "Seduced. Art & Sex From Antiquity to Now". Una muestra que cuestionaba la categoría misma de la seducción y los diferentes modos en que ésta se había mostrado en las distintas épocas - algo que la tangente mitológica de la Thyssen anula por completo. Incluso, resulta curioso cómo lo que en algún momento fue considerado como "pornográfico" hoy es objeto de exposición. Una muestra que, además, se preocupó - es lo que debería tocar hoy en día - por mostrar todas las "seducciones" posibles, y no sólo las del hombre burgués y heterosexual que centran las fantasías de la exposición de Guillermo Solana.

En fin, que ni eros, ni tánatos, ni seducción (salvo publicitaria) ni, desde luego "petit morte" al salir de la exposición - y es que sufro de síndrome de Stendhal, no vayan a pensar que me dedico a otras cosas en los rincones oscuros o los servicios de las salas de exposición.

A propósito, hace ya algunos años uno de mis más admirados mentores se preguntaba, delante de la Olympia de Manet, "lo raros que deben ser aquellos que se hagan pajas mirando obras de arte". En vistas de las colas a las puertas del Thyssen, y de las caras a la salida, yo también me lo pregunto.

domingo, 25 de octubre de 2009

Lembranzas (sobre la pintura de Pablo Sycet)

El poeta es un fingidor./ Finge tan profundamente / Que hasta finge que es dolor/ El dolor que de veras siente.
Y quienes leen lo que escribe / Sienten, en el dolor leído, / No los dos que el poeta vive, / Sino aquél que no han tenido.
Y así va por su camino, / Distrayendo a la razón, / Ese tren sin real destino / Que se llama corazón
Fernando Pessoa, Autopsicografía


Se lo escuché decir por primera vez a un amigo gallego, mientras fumábamos bien avanzada la madrugada un último cigarrillo a medias sobre el dolorido colchón. No se a santo de qué debió decirlo, supongo que fue todo cuestión de la impostada intimidad que la situación requería. Sólo recuerdo que en algún momento pronunció quedamente la palabra: lembranza. "Te ha salido la tierra por la boca", le comenté con no menos impostada complicidad propia de una camaradería antigua."¿Qué es eso de la lembranza?", le pregunté. "Hay cosas que no se pueden traducir, sino que se sienten"- me contestó. Y continuó: "En gallego es algo así como un recuerdo especial, un recuerdo que deja huella y al que causa incluso cierta tristeza regresar".

Sorprendido por su facilidad de palabra, pese a lo avanzado de la noche transcurrida entre los combinados que habían propiciado el feliz final, le pregunté de nuevo: "¿Eso no es algo así como la melancolía?". "No exactamente", respondía ahora ladeando la cabeza. Quizá fuese este gesto, delator del esfuerzo que estaba haciendo por tratar de encontrar unas palabras que no existen para explicar algo tan complejo como un sentimiento, pero en ese momento deseé que la respuesta se postergase eternamente. Una respuesta que se travistió de pregunta a su vez, cuando me espetó: "¿Has leído algo de Pessoa?". "¿Lo dudas?", me dieron ganas de contestar, pues mi orgullo pedante y cultureta se sentía del todo herido por la pregunta. Sin embargo, y sin mentir, le contesté: "Si, claro que sí. De hecho, es uno de mis autores de cabecera". Poniendo la mano libre de tabaco sobre una de mis piernas, consciente de que me había revuelto entre las sábanas por lo que había tomado por una pregunta impertinente, y que sólo un contacto físico, por leve que fuese, podía volver a coser la grieta que mi orgullo absurdo había abierto sobre el colchón, me explicó: "Pues la lembranza es algo parecido a la saudade de la que habla en el Libro del Desasosiego". "¿De verdad?" - la comparación me sorprendía tanto como me iba fascinando aquella conversación inesperada- "Pensé que la saudade se parecía más a la morriña que otra cosa". "No"- contesto tajante- "la morriña es otra cosa. La lembranza es lo que está entre el recordo y la morriña. Si dentro de un tiempo te volviese a ver, o a pensar en esta noche, sería un recordo; pero Pessoa podía ser a partir de hoy una lembranza de esta noche, o de ti. La morriña tiene más que ver con la pérdida, con el exilio; la lembranza tiene que ver más con la huella".

Algo confuso por saber en qué acabaría todo aquello, aunque con la certeza de saber que hasta dentro de un tiempo no nos volveríamos a ver (si es que aquello ocurría realmente) volví a la carga - a esta noche había que sacarle todo el partido posible: "Pero si hay huella, aunque esta sea una cita a Pessoa, hay huella porque hay algo que se ha perdido, o que ha dejado de estar. Y algo que hace que uno lo recuerde. Eso se parece bastante a la melancolía". Su contestación, clara como el alba que comenzaba a colarse por las rendijas de las persianas, no se hizo de rogar:"Ya te he dicho que es más parecido a la saudade, ¡y claro que se parece a la melancolía o a la morriña!. Pero no todo lo que es semejante es lo mismo, no seas bruto y cabezón. Además, la saudade de Pessoa no tiene que ver con una pérdida real, sino con un recuerdo hasta de lo que no se ha vivido; es un estado de ánimo, que puede ser ficticio, y hasta prestado". Y aunque tenía razón en lo de que a obcecado no me gana nadie, no se si era el sueño, o el dolor de cabeza que presagiaba la inevitable resaca, pero decidí asentir y darme la vuelta sobre la cama. "Mañana si quieres seguimos hablando de esto", escuché a mi espalda.

Al día siguiente, al despertar, estaba sólo en el colchón. "Menos mal que esta vez me despierto en mi cama", pensé mientras el dolor de cabeza de la noche anterior se había convertido en la más profunda de las sensaciones de hinchazón de cuello para arriba. Miré a mi lado; sobre las sábanas, todavía estaba la huella de quien hasta debía hacer no mucho había ocupado el lado derecho de mis escasísimas horas de sueño. Miré en el cuarto de baño, por si mi inesperado invitado había decidido ducharse antes de partir; en la cocina, esperando verle comer lo primero que hubiese podido encontrar en la cocina. Definitivamente, había decidido que aquella mañana siguiese dándole vueltas a la morriña, la saudade o al sentimiento de pérdida - una más. Y lo había conseguido, aunque fuese sólo por unos minutos.

Al volver a la habitación, me percaté de que había cogido de mi estantería el dichoso Libro del Desasosiego, que ahora descansaba junto a mi ordenador. Abriéndolo por inercia, me encontré con una dedicatoria, una nueva huella, que antes no estaba ahí: "Te lo dejo a mano porque falta te hace volver a leerlo". Más abajo, una firma y cinco dígitos de lo que supuse sería un número de teléfono. "¡Será cabrón!"- pensé- "Este se ha propuesto que no haga hoy otra cosa que lamentar ausencias, y lo va a conseguir". Y es que la falta de aquellos números que completaran una entrada nueva en la agenda de mi teléfono móvil eran la herida abierta de una noche que quedaría siempre abierta. Aquellos dos números, definitivamente, algo tendrían desde entonces que ver con mi particular lembranza.

Ya casi había olvidado este episodio cuando recibí de parte de Pablo el encargo de este texto para su exposición. "¿Cómo se llama la muestra?"- le pregunté. "Lembranzas"- me contestó. Y el teléfono volvió a dolerse por la ausencia de aquellos números. Y yo con él.


La soledad del exilio

Ya delante de un café en una plaza del centro de Madrid - no sé si recuperándome de una hipoglucemia o tratando de escalar otra resaca- la pregunta a Pablo Sycet era obligada: "¿Por qué lembranzas?. La pregunta era casi retórica, pues mirando los catálogos de las exposiciones del pintor desde su estreno en el 78, y especialmente sus exposiciones del 82 en Málaga, Los papeles de Olont, y su individual al año siguiente en la Galería Sen de Madrid, Geografía, queda claro que, para el artista, el lugar es importante.

Y hablo del "lugar" como locus en el que tiempo y espacio confluyen y en el que las cosas suceden. Por eso, desde los recuerdos y remedos de su Gibraleón natal hasta los "paisajes metafísicos", abstractos, que dominan su pintura desde hace un par de décadas - "paísajes en los que me muevo en compañía de extrañas criaturas", que diría el surrealista Desnos encantado con las referencias a De Chirico que pueblan algunas de las obras de Sycet (buscar cita)- parecen dejar claro que, cuando pinta, el artista se exilia.


Se exilia de sí mismo y de los demás. Se exilia en su taller y en la pintura. Se exilia en la soledad y en la memoria. Y, por supuesto, en el lenguaje, porque la pintura de Pablo -como toda pintura- de lo que habla a fin de cuentas es del ser-en-el-lenguaje, en el lugar de la experiencia. Un nuevo lugar por el que transitar en el que - lo dejan claro las traducciones- siempre se topará uno con el límite, la fragmentación y la pérdida; con el deseo de decir aquello que es indecible, fragmentario - la promesa y la redención. De ahí que, hablar la lengua del exilio, sea el modo en el que uno, siendo en el lenguaje, sabe que lo está.

Sin embargo, el exilio de Sycet, la "morriña" que traduce al lenguaje de la pintura, no sólo tiene que ver con un exilio físico - de Madrid a Gibraleón pasando por Olontia- tiene que ver, sobre todo, con el exilio de uno mismo cuando se encuentra, a solas, en el taller, tratando de traducir a imágenes aquello que el lenguaje no es capaz de decir. Por eso la pintura parece habérsele quedado siempre pequeña y ha buscado y anda todavía buscando en las letras de sus canciones (que tienen bastante de su afición a la poesía), las palabras necesarias. Lo dejaba claro T.S. Elliot hablando de las posibilidades del lenguaje como lugar de experimentación para los poetas "para nosotros, sólo existe el intentar. Lo demás no es asunto nuestro".

La soledad del taller

"Por eso es tan importante estar solos y atentos cuando estamos tristes - le escribía Rilke a Kappus en agosto de 1904- porque el instante, aparentemente sin acontecimientos e inmóvil, en que nos sale al encuentro nuestro futuro está mucho más próximo a la vida que esos otros momentos ruidosos y carnales, en que se cumple para nosotros, como viniendo desde fuera." El pintor está sólo en su taller para que este lo sea (pues, como lúcidamente señaló hace unos años el profesor Ángel González, el taller es el lugar en el que el artista trabaja; no el popular estudio, donde lo que hace es soñar con tener compañia). Al artista, como al poeta, la soledad le acompaña mientras trabaja. "No sabes lo duro que es estar tantas horas sola en el taller", me decía hace poco una amiga; "Pero es necesario, ahí es donde aprendes a conocerte, y sólo puede salir una obra de ese mismo conocimiento".


Pablo, además, hace de la soledad su tema - o algo parecido. Cuando pinta, cuando se pinta transitando por los paisajes del propio interior, el lienzo acaba por tener algo de espejo de Narciso, de página en blanco en la que escribir la autobiografía en pintura. Sin embargo, cabría pensar si la pintura es el modo de escritura del artista, o el artista mismo. "Los poetas hacen mal en quejarse - vuelve a recordarle Rilke a su "jóven poeta" por carta- en lugar de "transformarse, duros, en palabras / como el cantero de una catedral/ se transforma en la calma de la piedra".


Pero ¿es posible contarse realmente a uno mismo, aun convertido en pintura? Cuando uno escribe su autobiografía - traduce al exterior su interior- son dos yo los que aparecen en el instante, según cuenta Paul de Man; el yo que recuerda, y el yo que escribe, el presente que trata de conducir el pasado por el camino de la narración. Y vuelve a aparecer aquí la lembranza, la pérdida, el recuerdo y el exilio, la imposibilidad de apresar la realidad por medio de imagen o palabra."Las cosas -otra vez Rilke hablando del trabajo del poeta- no son todas palpables y decibles como nos querrían hacer creer casi siempre, la mayor parte de los hechos son indecibles, se cumplen en un ámbito que nunca ha hollado una palabra"

La soledad del poeta, aún.

Exiliado en su taller, ante la pintura y ante si mismo, al poeta, verdaderamente, sólo le queda intentar. Intentar encontrar las palabras cada vez, las imágenes para tratar de apresar lo inapresable. Como ....., cargar con la piedra una y otra vez tratando de alcanzar la cima de la montaña - y las montañas, como las torres con algo de laberínticas Babel son temas recurrentes en la pintura de Sycet- sabiendo que ésta siempre volverá a caer rodando al valle. "Para nosotros, sólo está el intentar".


Quizá por eso, hay ciertos temas sobre los que vuelve Sycet una y otra vez, como las líneas de humo que diluyen las fronteras entre lo alcanzable y lo inalcanzable; los movimientos del propio corazón, el "tren sin real destino" del que hablaba Pessoa - todo movimiento.


Hay en estas querencias y motivos algo de generacional en la pintura de Sycet, recuerdos de la pelea con la pintura que también se han traído en nuestro país artistas como Aguirre, Molero, Villalta o Alcolea, cuando las polémicas entre la figuración y la abstracción creaban verdaderas tensiones dentro y fuera del lienzo. Sigue ésta presente en la pintura de Sycet, en esos dípticos en los que el horizonte corta las superficies azules o rojas, tensa los complementarios y mantiene -esas sí- bien firmes las fronteras del color.


Porque cuando los colores se le mezclan, los azules y los rojos suelen quebrarse a favor del violeta, con algo de la indigomanía decimonónica que acabó codificando el azul modernista como el color de la melancolía. Y otra vez vuelva a aparecer la dichosa lembranza, porque el pintor es paleta, como Sycet dejó claro hace algunos años con su obra La soledad salvaje y el azar, y traduce o trata de traducir hasta sus soledades a los colores de la pérdida.


Aunque quizá no es de pérdida de lo que acabe por hablar la obra de Sycet, aunque muchos de los títulos de sus obras - tanto pintadas como escritas- parezcan remitir a este sentimiento. "Est ce que tu aimes, encore?" se preguntaban Rilke y Tsvietaieva en sus cartas; y lo importante de la pregunta, como explicaría más tarde Lacán, estaba precisamente en el complemento temporal - todavía-, “el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor”, el nombre propio del deseo,en definitiva, en palabras del francés, verdadero generador del movimiento del tren sin destino y de la tarea de los poetas y los pintores. Ese que hace que los paseos del artista por sus paisajes tengan algo de desolados y de espera, incluso, de rendición. He ahí de nuevo la melancolía que exudan las pinturas de Sycet, con algo de pérdida prevista, de autorretrato abierto en el que, de lo que el artista acaba por hablar, es precisamente del vacío que hay siempre en esa pregunta al Otro - ¿me amas todavía?.


Sycet, en su deseo de hacer visible lo invisible - ese es también el trabajo de los pintores y los poetas- de hacer incluso evidente lo visible, como hace con el magnífico bodegón que se encuentra en esta exposicón, parece haberse abandonado a la lembranza, a la melancolía, a la pérdida. Pero aunque una y otra vez, "se me vaya"(mirar cuadro), como el humo, como dice la canción. Ya sabemos que para el artista que lo es, cada vez es como la primera. Por eso se ha quedado Pablo en ese lugar, en el lugar del exilio de los demás y de sí para observar desde ese incierto lugar en el que uno es siendo pintura, el mundo que le rodea y a sí mismo. siendo "algo que no sienta el peso de la lluvia exterior, ni la congoja del vacío íntimo... Errar sin alma ni pensamiento, sensación sin si-mismo, por caminos bordeando montañas, por valles sumidos entre laderas empinadas, lejano, inmenso y fatal... Perderse entre paisajes como cuadros. No-ser a lo lejos y en colores."

P.S.: Esta última cita de Pessoa, por boca de Bernardo Soares, se encuentra en la página 53 de la edición del Libro del Desasosiego que aquella mañana hallé sobre mi escritorio. Premeditadamente, el número de la misma estaba señalado rodeado con un círculo de la misma tinta que escribió la improvisada dedicatoria. Sin embargo, el descubrimiento no hizo que el enigmático número telefónico pasase a formar parte, ahora ya completo, de la agenda de mi teléfono. Esta vez, la historia no tenía por qué concluir. La prefería así, abierta e incierta ante la casualidad y el tiempo. En el fondo, aquel número se había convertido en una de mis particulares lembranzas. Y en ciertas lembranzas, como en la saudade de Pessoa, no se vive tan mal... aún.





Del catálogo de la exposición "Lembranzas"

PABLO SYCET: Lembranzas y otras pinturas recientes.
Galería Félix Gómez
C/ Castellar, 40 – Bajo. 41003 Sevilla
95 4225320
Del 30 de octubre al 28 de noviembre de 2009. Inauguración: viernes 30 de octubre, 20 horas

domingo, 18 de octubre de 2009

Sorpresas ( a propósito de la exposición "Viaje alrededor de Carlos Berlanga")



¿Se imaginan que, de buenas a primeras, se descubriese que La Gioconda no es obra de Leonardo? ¿Qué pasaría si, de pronto, existiese "otro" genio semejante? ¿Dónde colocarlo, cómo reescribir una historia - la del arte- construida de la manera más paradójica posible - a partir de excepciones que crean la regla y el canon?.

No se crean que no ha sucedido un montón de veces ya, de hecho, hace poco padecíamos el sobresalto de que "El coloso" de Goya era sólo una atribución - derechazo directo a la mandíbula de todos los especialistas en el pintor- como durante mucho tiempo las obras de Artemisia Gentilleschi fueron tomadas por Caravaggios.
La solución para este tipo de casos es siempre la más sencilla; la gran obra, aquella que era uno de los hijos predilectos de la institución que la acogía bajo su seno, se vuelve cara a la pared y al almacén, que ya no tiene el estatus de "obra maestra" y, bien visto, tampoco era para tanto...la Historia, esa escrita de aquella manera, no sufrirá con el cambio, aqui no ha pasado nada.

Por eso resultan tan importantes las labores de rescate de artistas del pasado y del presente que, de pronto, hacen que se tambalee la historia que nos han contado. Sucedió en los setenta con la labor de historiadoras feministas como Linda Nochlin, embarcada en el proyecto de rescatar y resituar históricamente a todas aquellas pintoras que, sólo por el hecho de serlo, habían pasado a formar parte de la colección permanente de los almacenes de los museos. La labor de la historiadora, tanto en solitario con su artículo del 71 "¿Por qué no ha habido grandes mujeres pintoras?", como con su colaboración con Ann Sutherland Harris para la exposición "Women Artists: 1550-1950" puede ser hoy leída como un faraónico proyecto de investigación y rescate en el que se ponían al descubierto algunas de las más importantes fracturas de nuestro modelo narrativo de historia: ¿como contar la obra de estas artistas según el modelo de historia del que habían sido expulsadas? ¿no era su obra el más claro ejemplo de la necesidad de un nuevo paradigma histórico?.
Desde luego, esta labor de rescate en clave de género pronto serviría como punta de lanza para la recuperación de artistas en base a cuestiones de raza, identidad sexual... y afectaría profundamente a nociones establecidas como las ideas de alta y baja cultura, artistas mayores y menores, y, muy especialmente, a la tan extendida idea del "genio" artístico.




Por eso, creo que no estoy muy de acuerdo con algunos de los titulares aparecidos en relación con la recientemente inaugurada exposición "Viaje alrededor de Carlos Berlanga" en el marco de la Mostra de Valencia. No me gusta leer grandilocuencias como que "la mostra ha descubierto un genio de la pintura", porque los genios - a eso nos ha enseñado la historia- están siempre ahi, siempre presentes, y no hace falta que nadie los descubra.

Sin embargo, es bien cierto que esta exposición pone un poco en vilo algunas de las cuestiones que la historia del arte español contemporáneo ha querido mantener como verdades irrefutables (buena muestra de ello ha sido la reciente exposición sobre los "Esquizos de Madrid", un claro ejemplo de manipulación histórica).
Porque se supone que en España, y especialmente en Madrid, durante los años setenta y los ochenta lo canónico fue el regreso a la "pintura, pintura" influída por la obra teórica y plástica de artistas como Juan Antonio Aguirre o Luis Gordillo, cuya estela sería seguida de cerca por autores como Carlos alcolea o Chema Cobo. Un retorno a la pintura al que artistas como Guillermo Pérez Villalta o Herminio Molero (menos mal que él si tiene una más que destacada presencia en la exposición que ahora ha itinerado a Barcelona), añadieron el punto "pop" más frívolo y bajocultural, con sus querencias por el kitsch, los motivos costasoleros, las citas musicales, el cómic y cierta afición por todos aquellos elementos que entonces se tenían por "baja cultura", y que a ellos les parecieron el elmento perfecto que fundir con la pintura más seria para empezar el proceso de una cierta "desjerarquización necesaria" de la cultura española, que, el tiempo ha demostrado, nunca acabaría por llegar.



De hecho, esta desjerarqización no parece que se viviera como tal ni en su momento, ni mucho menos se ha rescrito así después. Y es que el problema de que los testigos del momento sigan vivos, es que siguen vivos con ellos las implicaciones personales que acabaron por forjar las impresiones de "grupo", y ciertas pposturas compartidas que hoy parecen algo programáticas, como las de Achile Bonito Oliva capitaneando la "Transvanguardia italiana", la gran enemiga junto a los "Nuevos Salvajes" alemanes de la "Nueva Figuración Madrileña" en sus aspiraciones por alcanzar la Meca del arte en los 80: la ciudad de Nueva York y las galerías del Soho y el Downtown.
Y ahora va y aparece Carlos Berlanga, ese a quien teníamos sólo como uno de los mejores compositores y músicos del pop español, con una exposición monumental que pone al descubierto su maestría a los pinceles y el dibujo y su capacidad para fundir la historia del arte tradicional, la vanguardia de Picasso y Cocteau y el proto-pop expresionista de Stuart Davis, con elementos como la música, el cómic, el fanzine, la moda, y todo aquello que se pusiese a su alcance en una verdadera desjerarquización de la figura del artista - propuesta paradigmática de la obra de Villalta y Molero, que sólo Berlanga parece haber conseguido cumplir con su misma desaparición como tal.



¿Y qué hacemos ahora? ¿cómo reescribimos nuestra historia con la aparición de este nuevo coletazo que no es sólo deudor de las propuestas neofigurativas, sino que es coetáneo de las mismas, y hasta parece representarlas y resumirlas a la perfección? ¿Cómo incluir ahora en el relato a Berlanga, con todo lo que Berlanga traería tras de si - desdes Costus a Ceesepe pasando por Quico Rivas, cuya labor crítica desde luego ha trascendido sobre su producción plástica?

Mucho me temo, que no va a ayudar a que la historia se reescriba - a menos que los testigos del momento dejen de ser quienes se encarguen de escribir y contar una y otra vez la misma historia. Que los neofigurativos seguirán siendo los mismos, con su conciencia misma de grupo manufacturada en la época, y que el arte español de los setenta no tendrá la vis pop, camp y "bajocultural" de obras como las de Berlanga o las costus en las exposiciones de los museos. Mejor dejarlos en esa etiqueta impuesta hace veinte años, en la que pocos de ellos se reconocieron - la difusa e inexistente "Movida"- antes de tener que recontar la historia por todos sabida.
Aunque muestras como las del Reina Sofía huelan un poco a reliquia y las obras de Berlanga sobre las paredes, unánimenente, diesen una impresión de vida y de contemporaneidad que resulta por si misma elocuente (no lo mencionaba en mi entrada anterior, pero no es casual que el mismo Warhol fuese mejor entendido por la generación de artistas de los ochenta - Mapplethorpe, Sherman, Levine o Kruger- que por sus contemporáneos "pop" - Rauschenberg, Lichtenstein, Johns o Hockney).



Hablando con la catalogadora de la muestra durante la inauguración (Marta Vaquerizo, que además de Nancy Rubia, es una historiadora del arte y catalogadora de indudable solvencia como demuestra su trabajao en Casa Asia y esta exposición)y del trabajo que había supuesto rescatar la obra de Berlanga - y es muchísima- de las colecciones de amigos y conocidos para su reunión, acabamos concluyendo que el trabajo ha sido casi como hacer arqueología - rescatar los restos desaparecidos que pueden hacer cambiar la Historia-. No tuve por menos que echar un vistazo a mi alrededor, cumpliendo con el viaje alrededor de Carlos Berlanga, y pensar, como decía Auden, que "si algo nos enseña la arqueología, es que los libros de texto nos engañan".




Para saber más sobre la exposición y el artista, para quien no quiera comprarse el impresionante catálogo:

http://www.viajealrededordecarlosberlanga.es/inicio.html

lunes, 12 de octubre de 2009

De paseo con Andy



¿Quien dijo que, después de verle repetirse - y repetido- por todas partes, Andy Warhol ya no puede sorprendernos? Pues debió decirlo algún/a insensato/a como la cronista de "El cultural"(.es, en versión cibernética), para la que la exposición "Andy Warhol. Portraits & Landscapes 1976-1987" parece haber resultado decepcionante. Según ella, "Las fotos no son particularmente irónicas, ni expresivas, ni tienen grandes valores visuales. Tampoco se vislumbra en ellas una relación con la obra “mayor” del artista. (Salvo, quizá, en esa corona de cuchillos que pudo tener en la cabeza para su célebre serie). Forman parte de un diario visual que tiene más interés como eco de una personalidad, de un personaje, que como obra de arte. Para fetichistas."

Y yo sin saber que lo era - ya tengo otra cosa más que contarle a mi terapeuta- porque, en mi ignorancia, la exposición me ha parecido absolutamente fantástica. Y lo es no sólo por mostrar (como ya hizo la exposición "Warhol sobre Warhol" en la Casa Encendida hace unos años) a un Warhol definitivamente "raro" para lo que se supone que Warhol tiene que ser - no parecen casarnos con él ni los lienzos abstractos ni las fotos callejeras. Y sin embargo, pese a lo sorprendente de su contenido, la muestra de la Galería Pepe Cobo, donde se exponen las fotografias de Andy hasta mediados del próximo mes, me parece absolutamente warholiana.

"Mirar con los ojos de Andy", titula su entrada la crítica de "el cultural" (algo que creo que ella no ha sabido hacer ni de lejos). No cabe duda que mirar con los ojos de Andy es complicadísimo, pues sus ojos - el tiempo lo está demostrando- miraban por delante de su época y quizá incluso lo hagan todavía de la nuestra. Por eso, estas fotografías son, además, absolutamente pertinentes en este momento en que trabajos muy similares se presentan como lo más inn del momento, cuando tienen ya casi regusto a "vanguardia" -qué paradoja- y hasta a bodegón.

Las fotografías de Warhol, acumulaciones de escaparates, tumbas, mercadillos, edificios y hasta graffittis, desde luego no parecen anunciar la filia "pop" (que mal va envejeciendo esta etiqueta) que muestran las obras más populares - por repetidas hasta la saciedad- del artista (las sempiternas Campbells, Marilyns y Taylors de nuestras camisetas), esa que hay quien sigue calificando como "obra mayor" en un gesto que a Warhol, el artista desjerarquizador por antonomasia, estoy seguro que le habría horrorizado. Y es que quizá sí que tengan algo de "pop", de afición por el consumo y la acumulación, y no sólo porque muchas de ellas sean fotografías de escaparates y mercadillos abarrotados o edificios que recuerdan en su estructura la idea misma de serialización. En el fondo, tal y como señalaba Susan Sontag, coetánea y asidua del círculo warholita de los sesenta, "El fotógrafo es una versión armada del paseante solitario que explora, acecha, cruza el infierno urbano, el caminante voyeurista que descubre en la ciudad un paisaje de extremos voluptuosos. Adepto a los regocijos de observación, catador de la empatía, al flaneur el mundo le parece pintoresco".

Y lo colecciona, como señala otra Susan -esta de apellido Stewart-, en su impresionante obra "On Longing" (un must para cualquiera interesado en nuestra relación con los objetos), raptando esos instantes de la realidad para llevarlos consigo ý acumularlos - papel fotográfico interpuesto.

No hay, eso lo saben bien los psicoanalistas y los warholitas, nada más melancólico que coleccionar - "es mejor acumular en el exterior que en el interior", que escribía en su diario Enrique Naya. Porque los objetos de una colección, interiorizados como fetiche, pasan a ser, indudablemente, reflejo de uno mismo. Lo dejaba claro Walter Benjamin en su artículo "Desembalando mi biblioteca" en el que, segun Naomi Schor, de lo que habla el alemán no es de una colección, sino de una colección de recuerdos.

Definitivamente, mejor me callo lo de que soy un fetichista delante de mi psicoanalista - y si ella no ha descubierto que lo soy hasta ahora, mejor ir pensando en cambiarla por otra (¡que maravilla, una colección de psicoanalistas!), y desde luego, no volveré a leer una crítica de "el cultural". Me quedo, sin duda, con la de Estrella de Diego (cómo no, si soy fan), para "El Pais", entre otras cosas, porque la profesora ha tenido ocasión de demostrar en repetidas ocasiones, que ella si ha sabido - y vaya que si lo ha hecho, si no me creen echen un vistazo a su "Tristísmo Warhol"- mirar con los ojos del artista. Así que, con un cachito de su crónica les dejo, reafirmando su recomendación:

"Hay en la selección de Pepe Cobo y Cía momentos de diez -seguro que a Warhol le hubiera divertido exponer en ese espacio de delicioso malentendido-, incluso por lo antiwarholiano del asunto: desde la tienda de los nativos americanos hasta una señora rodeada de palomas a punto de tener regusto a Weegee. No hace falta mencionar lo actual del ojo certero de Warhol que nada tiene que envidiar al trabajo de Zoe Leonard, aquí un poco de moda en los últimos tiempos, a destiempo. Warhol es como Picasso: hace todo lo que hacen los otros y a veces hasta mejor.

Como soy una clásica, personalmente me quedo con las fotos de los escaparates: estupendas. Aunque son geniales las de los mercadillos, raras en su producción con esas gentes corrientes que rebuscan entre lo acumulado -qué poco glamour, caramba-. El conjunto merece la pena: corran a verlo. Les sorprenderá."

"Back to Black" (para escapar de los fantasmas)



En 1933 la revista "El Surrealismo al servicio de la revolución" llevó a cabo la encuesta "las posibilidades irracionales de penetración en el cuadro El Enigma de Un Día, de Giorgio de Chirico".La segunda de las preguntas de esta encuesta era: En este cuadro ¿por dónde aparecería un fantasma?.

Bretón, el más fantasma de todos, dijo lo que diría casi cualquiera: "por la segunda arcada, es un fantasma hembra ensangrentado".Y es normal que le pusiese género y adjetivo al fantasma, porque el capitan de la "troupe" resumía en su persona muchos de los vicios que la pandilla de terroristas tenían casi como tics, entre ellos, un más que pronunciado temor a todo lo que sonara a "femenino" (de ahí la profusión de vaginas dentadas dalinianas, muñecas troceadas como las de Bellmer o mujeres imaginadas como las de Desnos, entre otras).

Giacometi y César Moro fueron bastante más lúcidos y contestaron, respectivamente, "a plena luz", y "en mitad de la plaza".

A partir de esta anécdota, el profesor Ángel González construye parte de un librito impresionante que recoge algunos de sus escritos y conferencias bajo el título "Arte y Terror" (Mudito&Co, 2009). Un ensayo, como todos los escritos por González, que resultan de extrema rareza en el panorama crítico-artístico de nuestro país y que harían temblar a los fans del cacareado Didi-Huberman (esto, claro, si tuviesen la repercusión que merecen). La tesis defendida por el artista (porque los textos de González tienen siempre tanto de crítica como de obra de arte), es que los fantasmas son cosa más de la luz que de la oscuridad. De la luz eléctrica, que hace que los vampiros puedan campar a sus anchas por las noches inundadas de luz, de la luz que dió origen al cine - a las fantasmagorías de entonces- y a los fantasmas que hoy en día nos sustraen de la realidad cada noche, a cada momento, de la realidad por medio de la televisión.

Qué razon tiene, otra vez, con eso de que los fantasmas no aparecen a medianoche sino en el Angelus, cuando más alta está la luz del sol, en ese momento en que mientras se huele la comida del puchero cabecea uno en lo que se llama en los monsaterios "la siesta del carnero"; porque es en esas cabezadas cuando más vívidos sueños se tienen, cuando el demonio campa a sus anchas por nuestra imaginación, cuando "vemos dragones", que es como los japoneses describen ese momento.

Suele pasar. Cuando más iluminado cree uno que está, es cuando aparecen los fantasmas más impertinentes, más antiguos, aquellos que nos hacen temblar por tener la forma que más miedo nos puede dar: la de nosotros mismos, iguales pero diferentes - como el retrato de Dorian Gray, que también es luz la pintura. Los fantasmas que vuelven cuando nieva, cuando todo se ilumina en la oscuridad, y hace que las lágrimas se nos congelen en las mejillas...más de terror que de frío.

Por eso, hoy casi que prefiero estar "Back to Black"... para esconderme de los fantasmas.

domingo, 11 de octubre de 2009

¿Quien quiere un libro encuadernado?



Que la industria cultural da asco hoy en día no sorprende a casi nadie. Entre la banalización de cuestiones importantes y la espectacularización/especulación artística y cultural, el panorama está cada vez peor.

Desde luego, poco podían imaginarse los creadores de Disneylandia cuando inauguraban el emporio en 1955 que poco menos de medio siglo después serían sus mismas pretensiones las que gobernarían los intereses de gran parte de la cultura occidental. Mejor dicho, de la Cultura occidental, esa que siempre se ha querido privilegiar como "alta cultura" (o cultura, a secas) dejando fuera de sí elementos que no casaran con sus premeditadas recetas estéticas (e ideológicas, éticas y políticas, que no hace la luz al sol).

El último y enloquecido proyecto que parece refrendar esta impresión generalizada es el propuesto para la exposición sobre el verdadero "Código da Vinci". Ya la publicidad con que se anuncia la exposición - "el verdadero código da Vinci"- deja bastante claro por donde van los tiros. La muestra, que se celebrará a últimos de año en Milán, reclama el origen de la misma en la "necesaria desencuadernación" que requería el manuscrito de Leonardo para su óptima conservación. Desde luego, si es por eso merecería la pena quitarle el lomo a los tomos, pero tengo la impresión de que, por motivos de conservación, no van a empezar a desencuadernarse la biblioteca de manuscritos de El Escorial. Seguro que hace falta algo más que un interés científico y conservador para poner las páginas de un libro en horizontal. Supongo, que eso que hace falta es que ese traslado de posición a la horizontal se haga público, y bajo unas vitrinas. Y no en cualquier lugar que no requiera de un traslado, una reorganización o una adecuación del medio que, caso de no realizarse correctamente, resultarían fatales para unas páginas de casi medio milenio de antiguedad. Seguro que no hay lugar más seguro para ellas - mucho más que su mantenimiento a buen recaudo y encuadernadas, donde va a parar- que las vitrinas de la exposición "El verdadero código da vinci" que se celebrará (¿alguien lo dudaba?) en la iglesia de Santa María delle Grazie de Milán, en cuyo refrectorio puede verse - lo de poder y lo de verse es para ponerlo en duda muchas veces- la Última Cena de Leonardo - que no lo sea, o que no sea la misma que pintó Leonardo ya no voy a ponerme a dudarlo.

No se si pueden caber muchas dudas sobre la estrategia: pasen y vean el dos por uno que inspiró al super ventas de los últimos años - y es que con la crisis lo mejor que se puede hacer es asegurar las visitas (40 millones de libros dan para un rato largo de cola ante la iglesia). Por eso, claro, la exposición será itinerante por varios países del mundo - porque las páginas no sufrirán daño alguno en el traslado y, qué demonios, los gastos que se deduzcan de eso bien los paliarán los bolsillos de 40 millones de espectadores (sin contar, claro, con que algunos de los que no leímos el libro quizá decidamos ir a ver las piezas de Leornardo si es que pasan por aquí).

En fin, que poco más se puede añadir, que no es nada nuevo, que si se han hecho exposiciones del Titanic o de dinosaurios alentados por éxitos hollywoodienses no nos vamos a echar ahora las manos a la cabeza porque le haya tocado a Leonardo - ya saben, es todo cuestión de cuidar el libro.La verdad es que ahora que me acuerdo, el otro día bromeaba con unos amigos que se quejaban de la restauración de la catedral de Palma de Mallorca aludiendo que seguro que la habían puesto así porque en la provincia también se esperaba la visita de Ken Follet - y las catedrales tienen que estar bonitas para que los escritores de best seller presenten libros en ellas. ¿Estará Dan Brown vendiendo entradas en la de Milán?. Ya lo he dicho: sólo bromeaba. O eso creía yo.